Despertarse en la montaña nunca es fácil. Eran las 2am y habíamos dormido si acaso par de horas. La falta de oxígeno mezclada con la ansiedad del futuro inmediato dificulta conciliar el sueño. A mi lado estaba Thijn, otro empedernido explorador y primer miembro oficial del equipo de Wondermore. Nuestra misión: explorar la dificultad del “Izta” (5.200msnm), — mítica montaña también conocida como “La Mujer Dormida”– con el fin de traer un grupo de aventureros en un viaje de reconexión ancestral, aprovechando el status icónico de la montaña como representante de la feminidad para cuanta civilización pre-hispánica se asentó en este milenario valle.
Preparándonos para un frío inmobilisador, nos pusimos todas las capas, repasamos todo el equipo; y salimos dispuestos a enfrentar lo que la Pachamama nos pusiera al frente. Para nuestra sorpresa, la Mujer Dormida estaba más dormida que nunca. Ni una gota de viento, ni una nube curiosa, solamente una majestuosa luna llena iluminando el camino hacia la cima, invitadora en su blancura distante y aparente inocencia. Fiel a mi tradición de escuchar libros mientras subo montañas, me encontraba en una especie de éxtasis pasivo; totalmente presente en cada paso hacia arriba, y a la vez conectado con mi niño interior–el libro se llamaba Dinosaurios para Adultos, un análisis profundo y científico sobre los millones de años que estos gigantes dominaron la tierra.
“Mae, imposible traer un grupo aquí” le dije a Thijn, consciente de que nuestros clientes estarían al borde de la zona de pánico. “De acuerdo”, me respondió; con ojos de confianza que a la vez decían: “pero qué chuzo que nosotros estemos aquí”. Usando esa actitud de brújula, continuamos montaña arriba, bajo la que para entonces era ya una fuerte nevada y cegadora ventisca, hasta llegar una hora más tarde a una especie de refugio que parecía sacado de película apocalíptica. Pero cuando se está expuesto a la merced de la montaña, de la Mujer ya no dormida, sino despierta y de mal humor; cualquier techo es bienvenido como hotel de lujo. Rodeados de ratones, nos comimos un par de barras de granola y bananos aplastados mientras escuchábamos la tormenta rugir afuera. Entonces, barajamos nuestras opciones. La primera cima estaba cerca en distancia, pero lejos en tiempo. Frente a nosotros, la parte más empinada y técnica, ahora cubierta de nieve. La decisión fue curiosamente unánime. “Seguimos”. Ahora con cuerdas y arneses, abrimos la puerta hacia otro mundo donde la luna y la luz no eran más que un recuerdo distante.

Inesperadamente, me sentí eufórico con el frío y agradecido de no poder ver los guindos alrededor nuestro, y de poder contar con suficiente salud para estar bajo semejante inhospitalidad natural, con fuerza en mis piernas y determinación en mi mente. Pero la montaña, indiferente a las emociones humanas, continuó con sus chichas. “Debimos habernos puesto los crampones” pensé conforme sentía mi cuerpo estresándose más y más con cada resbalón. Pero el refugio estaba demasiado lejos, y la cima–en mi cabeza por lo menos–demasiado cerca, pensamiento que se fue difuminando conforme nuestro paso se alentaba y el viento se fortelacía aún más.
Totalmente a la merced de los elementos, vi en los ojos de Thijn una preocupación nueva, una mirada de esas que mandan un rayo por la espina dorsal. En sus respetuosas y cuidadosamente seleccionadas palabras encontré reflejo: “estoy manejando un nivel de estrés muy alto”, dijo mientras se agarraba a la helada roca. En sus pestañas había hielo, y en los ojos de ambos; miedo. Como leyendo la escena, Hugo se acercó. “Faltan 200 metros, ¡ya lo vamos a lograr!” Era el momento de la apuesta, y decidimos continuar una vez más, seducidos por el tentador canto de la cima.
Paso a paso, la mente y el cuerpo al límite, ignorando las advertencias de la amígdala y de las mamás. Un aparente sinfin de pasos pasarían, algunos dudosos, otros certeros. Y entonces, algo fuera de lugar. Entre la bruma, una pieza metálica. Una cruz, señal de celebración y gris recordatorio de las más de diez muertes anuales en esta montaña. El macabro pensamiento se disipó con la sonrisa de Hugo…estábamos en la cima.
Colapsado en mis rodillas, esperé el momento del alivio y la gloria, pero no llegó. El recordatorio del camino de las ocho horas de contínuo ascenso se infiltraron como secuestradores en mi mente, ya nublada por la incremental falta de oxígeno. “La cima es sólo el 50%”…el viejo proverbio montañero me pegó de golpe y provocó náuseas. La realización de que se me había congelado el agua no ayudó. “Bajemos” dije casi con esfuerzo y consciente de haber llegado a mi límite. Las otras cumbres de la Mujer Dormida quedarían para otra ocasión, cuando ésta estuviera de mejor humor.
La intensidad de saberse tan expuesto y lejano del calor y la seguridad física, genera una dósis de resiliencia forzada que puede salvar vidas. Esta no fue la excepción. Con un esfuerzo extraordinario logramos ponernos los benditos crampones, y bastó un paso hacia al ansiado regreso para sentir el calor del alivio en el corazón y los casi congelados pies. Con la sangre pompeando y los crampones agarrándose como garras en el hielo, avanzamos a un paso mucho más firme, conscientes del aumento en el nivel de oxígeno con cada paso, cuidadosos de no bajar la guardia (la gran mayoría de los accidentes en la montaña suceden en la bajada).

La progresiva partida de la tormenta reveló lo dramático del terreno que habíamos escalado horas antes. Un fino trillo flanqueado por magnánimas torres de piedra y vacíos infinitos. Una belleza peligrosa y curiosamente invitadora. Una cara de México que jamás creí ver. Una montaña que a la fecha, continúo visitando en mis sueños.
PD: a raíz de la dificultad, optamos por en vez llevar un grupo al Nevado del Toluca, viaje del cual pueden participar en www.wondermore.org/mexico