Para muchos era inconcebible, una pésima idea. Para mí, la manera más directa de saber si íbamos a funcionar. Nos habíamos conocido un mes antes de mi partida permanente rumbo a Londres, pero el vínculo de amor era sólido. Suficiente como para haber sobrevivido los primeros meses de relación. Un apasionante comienzo debía recibir justicia con un apasionado reencuentro. El destino: Nepal. La compañía: Christine, por aquellas épocas mi pareja a larga distancia. Kathmandú bastó para confirmar lo épico que sería este viaje, que nos llevaría por lo que en aquel entonces era el país que más quería conocer del mundo.
La gente nos había probado su bondad y resiliencia una y otra vez, tan sólo un año después del devastador terremoto del 2014. La abundante tranquilidad en los alrededores del lago Pokhara nos hacía sentir invencibles. Quizá por eso ignoramos el consejo de varios locales de no ir a explorar el Peace Pagoda o Shanti Stupa–monumento y símbolo internacional de paz–después de las cuatro de la tarde. Pero como antes de ser viejo y sabio toca ser joven y estúpido, allá íbamos, cruzando el lago en bote hasta la base del trillo, comiendo dumplings como si no hubiera mañana.
La caminata pintaba fácil, un caminito de tierra ascendiente que revelaba cada vez más los espectaculares Himalayas en el horizonte, bañados en tonos rosados y anaranjados al atardecer. En todo el camino, sólo vimos gente bajando, nadie subiendo. Pero la terquedad nos ganó, y por igual, la luz nos abandonó. Pero no sería hasta que después de hora y media de subida, nos caería el baldazo de agua fría en forma de rótulo:
शान्ति प्यागोडा बन्द छ
=
The Peace Pagoda is closed.
Una vez más, la espontaneidad y la complicidad nos ganarían la partida. Minutos después, rondábamos el terreno, buscando un ingreso. Chris lo encontraría: una combinación de un muro con un arbusto. Unos cuantos tropiezos, vértigo y espinas más tarde, era oficial: estábamos dentro. La majestuosidad fue abrumadora. Totalmente librada de turistas y devotos, la pagoda brillaba orgullosa, testigo de innumerables atardeceres como éste, viendo pasar el tiempo con la calma y desapego característicos del budismo. Y en el pico del asombro, la mayor validación de la ecuanimidad de los nepalíes.
Un guarda caminante, consciente del ultraje de estos dos extranjeros caminando con zapatos por la stupa (qué novatos, sabíamos esa regla), nos aceleró el pulso mientras nos susurramos qué inventarle. Pero él se limitó a mostrar su presencia, y señalar el camino hacia la salida con una dulce sonrisa. Su ademán fue tan ligero y respetuoso que yo casi esperaba que nos ofreciera té. La inspiración generado por la coherencia entre sus creencias y sus acciones se vio rápidamente reemplazada por la preocupación que se avecinaba. Nos tocaría regresar por el camino largo a oscuras porque ya los últimos barcos habían cruzado el lago de vuelta a Pokhara. Qué par de tarados.
Tras debatir sobre nuestro paradero, optamos por comenzar a bajar y aprovechar las últimas gotas de luz. Y entonces, una imagen que nadie quiere ver bajando la montaña a solas con su novia sin luz: cinco hombres aproximándose. Tocaba aplicar la que a la fecha ha sido mi mejor estrategia de defensa: la generosidad. Hello! How are you guys? dije con entusiasmo. La voz que me respondió me alivió inmediatamente.
Eran niños. Bueno, jóvenes, pero la inocencia generalizada de los nepalíes les restan décadas en edad. No sólo eso, sino que iba de camino a la ciudad a la celebración del año nuevo. Tres horas caminaríamos por la montaña a la luz de dos focos tenues (ese diciembre, India tenía un embargo de gasolina sobre Nepal, por lo cual las zonas rurales no tenían del todo electricidad, lo cual dificultó aún más el camino), interrumpidos por resbalones, lecciones espontáneas de español y nepalí, y una aparatosa caída de Chris dentro de una alcantarilla que no se vio venir y que literalmente se la tragó por unos segundos.

La llegada a la ciudad fue carnavalesca. La durmiente Pokhara de la tarde se había convertido en una fiesta desenfrenada. Nuestros amigos salvadores empezaron a despedirse rápidamente, eso sí, con profundo cariño y hi fives, genuinamente en shock ante nuestra contribución de 500 rupias nepalíes ($5) por lo que para ellos fue sin duda lo más natural del mundo: echar una mano a quien los necesitaba, sin esperar nada a cambio.
Nepal, gracias por tu humildad.